Apresamos al miedo con los dientes
un buen día ya agotados
apenas sin tener conciencia
sin albedrío.
Lo tomamos
sin saber
en una dosis ínfima
casi menospreciando
el poder de todo el resto.
Y es ese momento
-uno más-
el que sin pena ni gloria lo va encerrando
desterrándolo lejos.