Terminaré por amar esa distancia
pagana y de hermosos puentes
entre tus ojos y los míos.
No hay distancia más bella
repleta de puentes que nunca he cruzado
que nunca cruzaré
y que a veces no existen.
Terminaré por amar esa distancia
pagana y de hermosos puentes
entre tus ojos y los míos.
No hay distancia más bella
repleta de puentes que nunca he cruzado
que nunca cruzaré
y que a veces no existen.
Qué difícil resulta,
qué trabajo me cuesta así dejarte
como al aire de lo que no buscas
sino a retazos de vacío.
Concederte el tiempo del que no dispongo,
hacer de mis ideas burdel para tu pecho,
no me deja sino auroras de una nueva nostalgia.
Sentada con mi sombra,
las manos sobre el rostro,
una taza de sueño pediría.
Pues si es cierto que el tiempo
lo desvela todo y rige la verdad,
ese cruel hacedor de promesas y desengaños,
bien pudiera sentarme aquí un momento
y acaso divagar un rato;
apostar, de la clepsidra, por la sutil medida
sin esperar destino.
Y -cicuta aparte- gozar de ese momento
tal vez amargo y rojo,
tal vez hermoso y mío.
Como el caracol,
amor rodante de pulso a pulso.
Barcarola de espuma
no estés triste.
De arriba al centro
de abajo al surco,
ya sabes:
como el caracol
esperando dentro a que salga
el Sol,
barcarola de espuma rodando el río.
Entre cuatro paredes con tu pecho
mira,
soy yo.
He venido para estar
y ya sabes,
barcarola de espuma rodando el río,
amor rodante de paso a pulso.
No sé si lo recuerdas…
entró como una furia
la cabeza bien alta
y su abrigo de Fedra
impregnándolo todo.
Era una mañana cálida,
el horizonte rosado
y la torre -a lo lejos-
observaba la escena.
Yo tenía una ventana cerrada,
armario de una nube,
barrera para un sueño.
Tenía una ventana más sobre el gran edificio.
Montones de espacios vacíos,
cientos de ojos en un ojo.
Tenía una ventana.
Estoy varada en esta costa de tu ausencia
agotada por el largo pasaje
y sin saber -ahora lo dudo-
si mereció la pena viajar noche y día
para llegar a dónde.
Ahora que ni siquiera distingo
sed de realidad
me inclino sobre ti en sueños
con los ojos vacíos
y te pregunto
si no vendrás para quedarte
con cualquier pretexto.
Cansado estoy de arrepentirme
pues la vista que contemplo
hace tiempo parece detenida
en su continuo devenir
de pobreza y servidumbre.
Absorta en una elipsis
la luminaria ciencia
recita con el vientre
su incontenible deseo
de ángel en cuclillas.
En la naturaleza
dos caras son de la misma moneda
correr del tiempo y sabiduría.
En la naturaleza.
Lúgubre es la tea que por vosotros prendí un día
y por ello cándido y no Prometeo me siento;
portador de cadenas
que no merma la herrumbre
ni el paso del tiempo
-contra el que a ciegas lucháis- debilita
aun siendo más livianas que esas vuestras
conquistadas a golpe de soberbia sin lumbre.
… haberme jugado la muerte por vosotros…
no la efímera vida
con su legión de claraboyas distantes,
la delicada muerte.
Acaso llegará la hora
en que la tierra
al fin
dé vueltas con el sol
montada en su carro.
Las mujeres,
que parieron millones de hijos,
celebrarán a Copérnico
en su útero celeste.
Diverso y lúbrico
el universo no deja de morir.
Ya todo está
en la penumbra
sin descanso.
De la naturaleza,
del amor terreno.
Del chasquido de la cola del pez
cuando salta en el aire.
De las corolas,
desnudas de pétalos
por dejar paso a la vida
burlando así a la muerte
en una proeza.
Había cumplido ya los sesenta
sintió por segunda vez la orfandad.
Le dejaron dos millones
era cuanto tenían.
Se lo dieron todo.
Pidió al banco un millón hipotecando la casa
y con los tres construyó una plaza de garaje.
La vendió por cinco.
Hoy vive en un nicho soleado
con vistas a los chopos.
Rodeada de los suyos.
… Así es el tiempo,
cadencia de una nube.
Qué mentira más grande ya desde la mañana.
Silencio abrupto se derrama sobre alforjas bien repletas que huyen
sin impuestos.
Hurtos, vandálicos golpes de pecho.
Dos posturas maniqueas y un amigo podrido cruzan la calle
sin reloj.
No hay prisa.
Hoy me va bene.
Te digo sin desplantes que ya no te creo.
Qué mañana más cálida.
Ojos abiertos.
Revuélcate por este instante
que tanto te pertenece.
Deja que el vello de tu cuerpo se temple
bajo el hermoso lomo arqueado de la bestia.
Complácete.
Mezcla la suma brevedad de la vida
con el eterno esplendor de la milésima.
Danzar
alrededor del fuego
crepitando de miedo y dicha.
Danzar
como aquellas muchachas de la isla
que sus cuerpos ofrecieran a la noche
al son de bailes antiguos.
Danzar
con el pelo revuelto
enredada en las piernas la muerte.
Tal vez no fuera necesario
que en mitad de una noche
te asomaras a este abismo
de mis ojos,
o que yo (dejando a un lado esta especie de nerviosismo
histérico y pueril) indagara
sobre el vuelo de tus manos.
Después… nada condenatorio…
un beso, una mueca, una caricia.
Y, a lo sumo, perderse en el viaje insalvable,
apenas cronológico
de mirar y mirarte en el rellano;
en la puerta
lejos.
Otra vez reunidas.
Yo no quiero ni mirarte
ahí clavada,
en el centro,
desde hace tanto tiempo
y viéndonos venir.
Cambiando de ropaje,
de inquilinos,
vistiéndote de historias
ceñidas en el pecho.
¿Qué no habrán visto tus rampas
subiendo al campanario
que tu voz no murmure
-toda veleta-
a los cuatro vientos?
Inmóvil, la luz de frente mostrándome la sombra.
Al norte, al sur,
cambiante con las horas
mi sombra palidece.
Gárgolas y arbotantes,
puntos de apoyo y guardianes prisioneros
por los que el agua fluye y el sol
se pierde.
Estaciones
¿cuatro?
Quizá.
Tanto y tanto alrededor, que no veis,
y sólo puedo pensar,
contentarme con el crepúsculo,
despertar,
que tocan a maitines.
En mi sueño desplazo esta mano
que soporta mi rostro.
He aquí mi fealdad estática,
la que en verdad os espanta a todos,
he aquí la belleza móvil de mi quimera,
la que me eleva por encima de vosotros.
Cruzó la calle a saltitos,
con los ojos abiertos a media sombra.
Cruzó la calle a lomos de la brisa,
con aquella delgadez de sombra y gorriones.
Cruzó la calle a ras de parachoques,
con la boca entreabierta y rumor de comisuras.
Cruzó la calle lentamente,
con los hombros despegando a mirar horizontes.
Cruzó la calle con mis ojos.
Yo ayudé con mis párpados.
Esta luz de retirada,
toque de la calle que estrecha,
y las nubes
acaso no prometan sino otra eternidad
o la clara evocación del sortilegio:
tu mirada.
Pues la belleza aquí quedó detenida;
sólo te resta girar sobre tus pies
avanzar,
mirar de soslayo el crepúsculo
y entregarte un instante a la dicha.
Oigo el tumulto.
Dejo el alféizar.
La tempestad arrecia y unos pocos
tienen paraguas.
Con la frente descubierta cruzo la calle,
a pesar del tráfico inmundo
llego a la Plaza.
Tal vez el silencio alrededor es tan grande, aun a sabiendas del estruendo solapado que lo produce, que metida yo en la tinaja y tú en el libro la trinchera se haya hecho palpable una vez burlado el crepúsculo. Te he sentado a mi lado con un vaso de diálogo sin voces. Bebemos despacio. Amanece.
Bajo la sombra de un dolor robusto
la luciérnaga embotellada ya no espera tu regreso.
En esta bolsa color marfil
un desorden y cuatro lustros desperdiciados.
Están listos para partir.
Tan solo falta la piedra callada;
razón de peso que os llevará,
a ti con tu recuerdo,
al fondo del río.
Vestida de cinc
como el mar en días plateados.
De la cabeza a los pies
vestida.
En los hombros un acantilado
y un beso de espumas a lo lejos.
No me digas que la vida sigue;
la hoja que cayó ayer
no es más una hoja.
El jardín, otro jardín.
Flores nuevas.
Ha dejado de soplar el viento.
La tierra descansa.
Una bandada de pájaros al fin vuelve.
Pasó la tormenta.
A fuerza de no buscar me he encontrado
con lo que no esperaba
y por la calle me cruzo con individuos perdidos,
vendedores de mapas poseídos
por sus ritos.
Festejan, mientras corren, la pompa de un día.
De vuelta a casa la violeta en flor
me hace un guiño desde su pequeño jardín.
Apresamos al miedo con los dientes
un buen día ya agotados
apenas sin tener conciencia
sin albedrío.
Lo tomamos
sin saber
en una dosis ínfima
casi menospreciando
el poder de todo el resto.
Y es ese momento
-uno más-
el que sin pena ni gloria lo va encerrando
desterrándolo lejos.
Hojas sueltas que el viento arrastra
tal vez el tiempo las coloque en un lugar
anudando estaciones.
Cuna del devenir
mecedora de angustias y alegrías.